sábado, 13 de agosto de 2011

El Tiovivo.

Una luz clara, álgida, y límpida embriagaba el frescor de la mañana. El rumor del amanecer se escapaba entre las hojas del Parque, cuando el rocío ya sólo dejaba un leve recuerdo de su presencia. En el ambiente descansaba un intenso y acogedor aroma a palomitas dulces y algodón de azúcar.
Mientras tanto, los padres hacía un par de horas que estaban encerrados frente a sus ordenadores en sus tediosas oficinas, consumiendo con despreocupada ansiedad su segundo café del día. Probablemente otros estuvieran preparando las tortillas de patatas, con aceite de oliva virgen extra sabor suave de marca blanca que aquellos bajarían a devorar dentro de una o quizá dos horas por un precio quince veces superior a su coste real. Probablemente otros estén engrasando sus manos entre tuercas y poleas reparando coches y otras estuvieran secando sus jóvenes manos entre nocivos tintes de pelo de moda que sus clientes les requerían. Y así giraba ese día, como otro cualquiera, el infinito engranaje de esta Gran Ciudad. 
Pocos minutos antes, yo había decidido no decidir nada, no planear nada, no quedar con nadie. Este día libre sería para mí, para hacer lo que se me ocurriese cuando se me ocurriese. En mitad de esa pulsión, sanamente egoista, sentí la necesidad de ir al Parque, y allí me encontraba, sola sin saber qué quería hacer. Sin embargo, aquel brillo de alegría, que emanaba de las caras de los pocos niños y niñas que tenían la suerte de disfrutar del Tiovivo a esas horas de la mañana, me embriagó con una fuerza inusitada y quise rememorar aquella sensación de tranquilidad de la que se goza cuando se tiene esa edad y tu mayor preocupación es si te van a dejar disfrutar otros quince minutos más en el Tiovivo.
Me acerqué con la calma que te domina un día de predeterminado descanso. Con sigilo, como si no quisiera estropear la grabación de una pequeña toma cinematográfica. Los tonos suave y pastel de la inocente atracción me recordaron lo mucho que me gustaba montar en los caballitos. Me hacían sentir hábil, fuerte e importante, una Amazona de cuatro años. En ese instante me percaté de que precisamente el caballito marrón más grande y bello del Tiovivo estaba gobernado por una chiquilla cuyo rostro reflejaba la misma expresión que yo habría adoptado. Fue entonces cuando le vi. Allí estaba Alejandro, el tío de la pequeña Amazonas -así fue como la llamé desde entonces- mirándome de forma descarada mientras cuidaba de su sobrina.
Desde esa mirada supe que sería él.

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