lunes, 8 de agosto de 2011

Y todo por un nugget.

Una noche, como otra cualquiera, puede empezar sin el más mínimo atisbo de trascendentalidad. Estas con tu gente, quizá novio incluido, comiéndote unos Doner Kebab y jugando al juego de cartas de turno para quemar el tiempo antes de comenzar aquel periplo interminable que supone intentar dormir cuando el cansancio no te impide que tu conciencia, saturada de inquietudes, comience recién a desperezarse. Como en varios juegos de cartas, llega un momento, probablemente de larga espera hasta que por fin llega tu turno, en el que la sensación de sopor encuentra su punto álgido, más aún si éste tiene lugar pasada la medianoche y tu equipamiento de personaje junto con tu puntación está entre las peores de la mesa. Es justo en ese instante de embobado aburrimiento cuando, de la forma más despreocupada se me ocurrió acudir al encuentro de un jugoso y apetitoso nugget bañado en salsa barbacoa del tupper de uno de mis rivales de la noche. Él, absolutamente desconocedor de las consecuencias que un simple nugget puede tener, me lo cedió, como quien regala un chupachups a un chiquillo. Pero es entonces cuando todo el ritmo de la noche comenzará a tomar otra vibración totalmente insospechada. Mi boca estaba empezando a salivar desaforadamente cual perro de Pavlov y cuando ya mi nariz se vió embriagada por el dulce aroma del pollo frito, que casi podía saborear, mi novio me agarró la mano que sostenía el nugget con la firme contundencia de quien se sabe portador de la verdad impidiéndome el disfrute del ansiado trofeo. Se produjo un cruce gélido de miradas. El tiempo se detuvo.
Después de este nimio acontecimiento lo único que deseaba es que la partida finalizara cuanto antes, dando igual ya el resultado, para poder encerrarme dentro de mis pensamientos. Definitivamente se me agrió el ánimo. Comencé a interiorizar lo ocurrido, ¿por qué demonios estaba tan enfadada, si al fin y al cabo había sido una tontería?. Finalizada ya la partida, a pesar de haber salido victoriosa, no se me había dibujado la típica sonrisilla de superioridad ni me había vanagloriado de mi gesta como hubiera sido lo habitual en estos juegos. Nada de camaradería socarrona con nadie. Continué andando hasta mi cuarto, pero no iba sola mis pasos eran seguidos por el que esa noche se había comportado como un perro policia. No dije una sola palabra hasta que Álex, con toda la paciencia del mundo, calibrando la situación, rompió el silencio casi irrespirable y soltó una de sus bromitas:
- Cariño, ¿sabes que cuando te enfadas estás aún más guapa?
Me reí, no sé muy bien por qué, supongo que porque sabía que era su forma de sacar el pañuelo blanco. A continuación empezó a disculparse sabiendo que estaba muy dolida y por eso no decía palabra:
- Sabes que si te he quitado el nugget de las manos es porque tu me has dicho que te ayude con la dieta, ya que esta vez te lo estas tomando muy en serio y sabías perfectamente que te sobraba después de haberte comido para cenar tu solita un Durum Kebab.
Inevitablemente se desarrolló toda una discusión acerca de si el uno es muy estricto con los errores del otro que si la una es demasiado indulgente consigo misma. La discusión se fue poco a poco suavizando, cuando ambos nos dimos cuenta de que ninguno había tenido mala intención en sus actos y en sus palabras. Tras el reconocimiento de este hecho, siguió una intensa conversación que, cada tanto, iba penetrando más y más adentro entre los miedos e inquietudes de cada uno, revelando la frágil condición que tenemos todos ante las vicisitudes de la vida. Cuando ya no había nada más que decir, sin darnos cuenta, nos sumimos en un profundo y reparador sueño.
A veces los pequeños acontecimientos confluyen en importantes sucesos. Y todo por un nugget.

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